viernes, marzo 23, 2012

CASA TOMADA


CASA TOMADA

Julio Cortázar, dijo: “Casa Tomada bien podría representar todos mis miedos, o quizá, todas mis aversiones(…)”


Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que nonos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
 Tuve que cerrarla puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
Entonces dijo recogiendo las agujas tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
 Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
No está aquí.
  Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre. 

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

 
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casase ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

 Han tomado esta parte dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? le pregunté inútilmente.

No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
 
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

jueves, septiembre 08, 2011

Caso Ciro Castillo: ¡...Sin cadáver no hay homicidio...!

 
¿Por qué una imputación contra Rosario Ponce por el homicidio de Ciro Castillo, es insostenible?
   

Cuándo eran felices. ¿Lo fueron?

Uno: Sin cuerpo no hay delito.- Un primer aspecto  que no puede, ni debe pasar inadvertido  por ser medular   en los presentes hechos, es la premisa por la cual, se sostiene, que  si el cuerpo de Ciro Castillo no aparece, no se puede sostener irreversiblemente que esta persona haya muerto. La consecuencia de esta realidad, es sostener que sin “haberse establecido” previamente la muerte de Ciro,  tampoco se puede imputar a Rosario Ponce responsabilidad por homicidio. ¿Por qué? Porque la premisa jurídica establece literalmente, el supuesto: “el que mata a otro”. Entonces, esta condición normativa, obliga al operador jurídico a establecer una relación causal, entre el sujeto activo “el que mata” con el sujeto pasivo “el que muere” o víctima del hecho homicida. Por tal razón, solo se podrá establecer la condición de fallecido de Ciro[1] para los fines penales, en la circunstancia que se encuentre su cuerpo. Ahora bien, cabe anotar que no es con la aparición del cuerpo que se pone fin a la secuela legal, sino por el contrario, solo a partir de ese hecho, se darán las condiciones para intentar establecer una causa penal probable contra Rosario. Vista así las cosas y bajo esta línea de análisis, en el caso concreto a la joven Ponce no se le puede imputar responsabilidad penal por homicidio, en tanto, no se determine la existencia del corpus criminis o cadáver, que establecerá  con certeza la hipótesis que Ciro Castillo, está muerto. Esta realidad,  así no guste a muchos, es una verdad jurídica y, consecuentemente, causa suficiente para rechazar una posible imputación de responsabilidad penal contra ella.
 
Dos: Si, sin cuerpo no hay delito, aún con el cuerpo, es posible que no haya pruebas de homicidio.-


Nadie muere en la víspera. ¿O sí?

Si lo anterior tiene relevancia capital, para la construcción de la acción típica (hipótesis de delito), existe un escenario aún más dificultoso que se abre, si se pretende construir una causa penal. ¿Cuál es? En la hipótesis que aparezca el cuerpo, éste “debe hablar” como dicen los forenses. De su estudio el Ministerio Público, tendría que intentar probar varias cosas.Una de ellas, es la de establecer la razón de la  muerte de Ciro, que solo puede enmarcarse en los siguientes supuestos que resultan ser, excluyentes entre sí: la muerte natural, la muerte accidental, el suicidio, o el homicidio. Cualquiera de estos supuestos  es una respuesta posible, sin embargo, como estamos en la hipótesis del homicidio (y es lo que más cautiva a la masa) habrá que determinar algunas cosas, elementales que servirían para consolidar recién un caso. Estos son: a) El daño concreto, que se le causó a la víctima, y si este daño fue suficiente para causarle la muerte. b) El instrumento con lo que se le causó el daño y si este fue idóneo para causarle la muerte. c) El agente o autor que le causó el daño y si el acto del autor fue el que ocasionó la muerte. d) Y al final, establecer un devenir lógico de lo que aconteció en la fase de la construcción del iter criminis: ideación, ejecución y consumación[2]. Así, en el escenario que se encuentre el cuerpo, cabe  preguntarse: ¿Será posible establecer el daño infringido a Ciro? ¿Habría forma de demostrar que Rosario, lo hizo?. ¿Habría forma de establecer, sino con pruebas, al menos con indicios razonables su culpabilidad? ¿Habría la posibilidad de establecer la relación directa entre la autoría del hecho y el daño infringido?  ¿Si el daño infringido, el acto o el hecho (¿cuál?) es el que realmente causó la muerte a Ciro? ¿Cuántos  posibles agentes externos de daño pudieron a la fecha, haber alterado el estado del corpus criminis?.En fin, como se ve, surgen un cúmulo de preguntas que en lugar de esclarecer el asunto, lo ensombrecen, puesto que, la respuesta a estas interrogantes, nos hacen suponer que las vallas impuestas para instruir una causa probable contra Rosario Ponce son muy altas; y aún, si se cubriese esa valla, la secuencia para imputarle responsabilidad en el supuesto de homicidio, son desde mi punto de vista improbables e inviables. 
   
Tres: La defensa de Rosario es inercial, solo  responde, no necesita actuar.- 

¿Por qué no le creen?
Lo que se afirmo en el acápite anterior, tiene un corolario de comprobación en la respuesta táctica que ejecuta su defensa legal. Vale decir, están convencidos y con razón que no habrá construcción de causa penal, sin que se encuentre el cuerpo de la presunta víctima. Por eso, solo actúan por inercia, respondiendo con prudencia al arrebato del Ministerio Público. ¿Hasta cuándo lo harán con cordura? Supongo que, hasta que el imaginario colectivo “se haga la idea” que Rosario no tiene nada que ver con el asunto, y puedan ahí recién “levantar la pata” e increpar con todo el rigor técnico al sistema de justicia, que este incipiente proceso, tal como esta, nació muerto y que solo correspondería ser enterrado. Hasta hoy no lo han dicho, y es posible, que directamente no lo hagan,  pero alguien dirá, que esta causa no tiene razón de ser. Le bastará a este alguien promover y argumentar un conjunto de principios para exigir con razón, sobreseer la investigación contra Rosario, por los hechos que le imputa la familia de Ciro Castillo. En suma, desde la perspectiva jurídico penal, la posición de la familia Ponce es muy solida, y este hecho, hace que la contraparte intente ganar la partida ya no en los fueros y dentro de  los rigores de la ley, sino, en la esfera de los medios de comunicación. En este contexto, no he podido identificar un solo medio o espacio periodístico que establezca una trinchera desde donde pueda defenderse Rosario Ponce. ¿Por qué?  Varias serían los motivos,  pero todas ellos, parten de la premisa que la familia Ponce y específicamente la hija involucrada en este hecho, es la menos digerible para la TV. A mi modo de ver, éstas serían las posibles razones: a) Rosario, ha sido rotulada por la población como la fría y dura. b) Defenderla es cargar con el lastre de su sorna y la poca capacidad de congoja. c) Es difícil hacer saber a la población que ella no miente. d) Su linchamiento mediático ha sido tan contundente que es poco probable atraer a simpatizantes a su causa. e) La madre de Ciro con justicia llorosa y enferma revierte cualquier explicación de Rosario. f) El inicial silencio de Rosario, ha sido interpretado como la del delincuente que no quiere delatar. De las consecuencias de la arremetida mediática, recién la familia Ponce se ha percatado, puesto que, siempre supieron que tienen hasta ahora   todas las de ganar, pero entienden a la vez, que no sirve solo tener la razón en los fueros de la justicia, sino también, ante los ojos de la población. Esto explica porque hoy vemos a Rosario aunque igual de fría concediendo entrevistas a todos los canales, algo así, como si de pronto, hubiese descubierto o recordado con la sagacidad de un narrador su travesía por el Colca. Eso le han aconsejado y así lo hace. Ha salido a intentar explicar los hechos, a veces con respuestas poco sólidas, pero aquí, las supuestas o reales contradicciones de su discurso, no abonan en definitiva la tesis de su responsabilidad, sino solo, son indicios que pueden servir para continuar con una investigación, pero jamás, para instruir una causa penal, y menos aún para establecer una línea base que sustente una condena.

Cuatro: La presión para que hable, como el último recurso para lograr construir una causa penal.-  

¡...Encuentre el cuerpo  y hablamos...!
De lo que hasta acá se sostiene, son conscientes todos los actores inmersos en el hecho. Por tal razón, como ya lo dijimos, ambos han salido a confrontarse en el ámbito mediático. Los acusadores con el propósito de lograr una confesión definitoria de la chica Ponce. Y la familia acusada, para resistir la presión de una opinión pública que le ha sido esquiva. Aún así, si esperan una “confesión” de Rosario, se están equivocando, pues ella, así haya sido la autora, cómplice y/o participe del hecho criminal, jamás confesará. Estas serían sus razones: a) Tiene claro, que el derecho penal está por encima de la voluntad de las partes. b) Sabe que sin cuerpo no hay delito. c) Entiende que en materia penal, el atisbo de una duda razonable la excluye de responsabilidad. d) Asume que tienen que probarle que ella hizo algo, y  si no pasa eso, sabe que la exculparán. e) Es consciente que como imputada o denunciada ha adquirido un conjunto de garantías procesales que los hacen incólume a los requerimientos de la autoridad para promover la actividad probatoria. f) Y finalmente, ha aprendido que su proceder displicente con la población, solo podrá ser corregido con el decurso del tiempo, por consiguiente: no es cuestión de combatir sino de  resistir.

Cinco: El mal paso legal de la familia de Ciro Castillo, puede ser fatal en la búsqueda de la verdad.- 


El dolor es oscuro. No vió la luz legal
Arribando a una conclusión, me atrevo a sostener la ineficiencia de la estrategia legal de la familia Castillo Rojo. Ellos, no debieron haber sido inducidos, a presentar una denuncia formal contra Rosario Ponce por homicidio, cuando el elemento material o corpus criminis es hasta ahora inexistente. Ella por su parte, sabe con precisión cuál es su status legal que ostenta y cuáles son los propios límites que la autoridad se autoimpuso, al procesar la denuncia en estos términos. Como ya lo dijimos, Rosario por su condición de imputada, ha adquirido un conjunto de garantías procesales que los hacen incólume a los requerimientos de la autoridad lo que equivale a decir, que ella no está obligada de declarar, tanto así, que tiene el inalterable derecho de decir lo que dé la gana, callar, arreglar su declaración o lo que sea, puesto que el imputado no puede ser compelido a declarar contra uno mismo, en tanto, no tiene que probar su inocencia, sino que, se le tiene que probar su responsabilidad. Enfatizo, el imputado de un hecho criminal, según la legislación, no está obligado a declarar, y menos aún, contra uno mismo la autoincriminación esta proscrita    por lo que, para los fines de la familia agraviada, mejor hubiese sido, mantenerla en la condición de testigo y someterla a todos los apremios y rigores de la ley. La ley es más dura para el testigo, porque su aporte puede sostener o derrumbar una causa. Por eso, un testigo está obligado a comparecer ante la autoridad, y sobre todo a declarar prolijamente de acuerdo a la verdad de los hechos, y en ese supuesto, si se develaban las contradicciones que hoy se exhiben existiría la  posibilidad de procesarla  y juzgarla por delitos contra la administración de justicia.

Seis: Si la muerte duele, creo que más duele, el no saber cómo vivir sin el ausente.-

¿Tanto dolor
y no poder hacer nada contra la muerte?
La familia del Ciro, debe estar consumiéndose en un inconmensurable dolor. De eso no hay duda. Nadie podrá jamás ponerse en la real dimensión de su tragedia, pero es justo que sepan, que si a Ciro no lo encuentran, es casi improbable que se instaure una causa penal contra Rosario Ponce. ¿Lo saben? ¿Son consientes? ¿Les han advertido? ¿Están en condiciones de soportar adicionalmente  a su duelo una derrota legal? La verdad no lo sé. Pero sospecho, que ya lo empiezan a digerir, y quizá recién al final de tanto desconsuelo, comprendan que en su justa lucha por encontrar la verdad, han dado tropezones. ¿Pero quien le puede pedir cordura a una familia consumida en el dolor? Supongo que nadie. Ellos están en el derecho de exigir que se desenrede este misterio. Se han metido, sin su voluntad y del modo más macabro en nuestras casas y no hay padre, madre o hermano que se sienta conmovido y atrapado en su tragedia. Y es por eso, que todas las noches los  noticieros y los adefesios estelares de las once de la noche, nos tienen ahí, sumergidos y haciéndonos beber las lágrimas de una familia acorralada por el azar de la tragedia.   

Conclusión: ¿Qué hacer? La familia de Ciro, debe también saber, que el ejercicio del derecho para alcanzar la justicia se nutre de reglas, principios que muchas veces, se ponen al margen del dolor y se centran solo en lo que puede ser mensurable y verificable. Existe por eso un viejo aforismo jurídico que sentencia así: “lo que no está en el expediente no está en el mundo”. Aplicado este precepto en el caso concreto, me obliga a que en rigor sostenga que si a Ciro no lo encuentran, la justicia que buscan nunca la encontraran, y si Ciro aparece, en el estado que sea, es casi probable, que las evidencias que vinculen a A o B con su muerte se hayan extinguido. En suma de algo si estoy convencido, que si Ciro no aparece, no podría instruirse una causa penal contra nadie y si aparece, es posible, esperemos que las evidencias de su muerte nos sirvan de algo. Por ello, sin ánimo de consejero, deberían reorientar la búsqueda de la verdad y esforzarse por encontrar a su hijo, y para ello, solo deben exigir al estado que se le tutele el “derecho a saber la verdad”. El TC ya lo hizo en el caso de Villegas Namuche, y ordenó a un Fiscal una investigación sobre la desaparición de una persona y a un Juez, que informe semestralmente sobre los resultados de esa investigación.

Sin duda:
Desde su mundo, sólo ellos saben dónde está Ciro Castillo
  
 







[1]       Establecer la condición de muerto, desaparecido u ausente  de una persona, es de singular relevancia para el sistema jurídico en general, puesto que, con el fallecido no se extingue “su vida”  por decirlo de algún modo, sino que también se da inició a toda una  temática sucesoria.Por tal razón, la  ley civil en el Perú, ha establecido reglas especificas para la declaración judicial de ausencia de una persona, o de ser el caso, la declaración de  su “muerte presunta” luego de dos  años de acontecido el hecho. Claro está, esto no obvia, la atingencia que esta declaración judicial, solo tiene efectos de índole civil y/o patrimonial.
[2]       En ningún caso, la ideación es punible,  y como estamos especulando sobre el homicidio realizado, solo queda como criterio de análisis la consumación  del delito, o el haber dado muerte a Ciro.

lunes, agosto 01, 2011

OLLANTA HUMALA: Las entrelineas cifradas de su mensaje al invocar la Carta Política de 1979

Acabo de regresar a la "civilización" y me han sorprendido las cosas que han acontecido. La más relevante fue el “hecho político” de la juramentación realizada por Ollanta Humala y que, cosa curiosa, los políticos no han sabido digerirlo con astucia. Por el contrario, algunos de ellos han preferido con las artes del escándalo cuestionar su legitimidad, cuando a todas luces esta se haya revestido de una legalidad a toda prueba. La evidencia de lo que se sostiene, es que a nadie se le puede cuestionar el ejercicio pleno de su libertad y menos aún reprimir los fundamentos, principios o valores que inspiran su accionar político, que en este caso, supone para el Presidente – nos guste o no– la consensuada Constitución Política de 1979. Por ello, no le doy mayor pólvora al asunto. Sin embargo, lo que me interesa es analizar el sentido político de lo que se oculta y/o transmite a través de este juramento. Entrelineas son varios los mensajes que ahí se esconden y van dirigidos a varios actores. Veamos:


Una primera lectura, puede ser que es un mensaje cuasi claro, a los sectores empresariales mercantilistas. A ellos, se les advierte que si no son capaces de hacer viable la gobernabilidad (boicot a las inversiones) y la propuesta de inclusión social (oponerse a los impuestos sobre las sobreganancias mineras) le empujan a que Ollanta gire sus ojos hacia el controlismo y a la receta heterodoxa, que pondría en riesgo sus negocios. Un segundo objetivo, fue arrinconar al fujimorismo militante. Esto se desliza del hecho, que son ellos los tributarios y abanderados de la Constitución del 1993, por tanto los que políticamente podrían verse más afectados. Lo anterior, no implica que esta sea sola una lucha de ideas o principios, sino la puesta en marcha de una serie de conflictos entre los nacionalistas y fujimoristas, y en la que de por medio se encuentra, sin duda, el estado de beneficio que goza Alberto Fujimori. ¿Por qué? Un conflicto puede devenir, acontecer, emerger o crearse con el propósito de resolver una incertidumbre de intereses, y se espera que al desenlace se logre alcanzar un objetivo. Según el análisis de probabilidades, el objetivo puede ser máximo o mínimo, y en esa línea se acentúan los actos. En este caso, el mensaje centra la idea del conflicto en estos términos: “tengo el poder y debes negociar conmigo las condiciones carcelarias de tu líder”. El fin máximo, lograr en términos casi prácticos una “simulada alianza entre ambos”, en tanto, el fujimorismo, no es una ideología y menos aún un proyecto que se pueda desarrollar fuera de la esfera del condenado ex Presidente. El fin mínimo, es lograr gobernabilidad y evitar algún complot que se puede armar contra el nacionalismo, usando la fuerza de los congresistas fujimoristas. Un tercer objetivo, está delimitado por el mensaje directo a los cuatro solitarios votos del APRA en el congreso y a la masa más ideologizada y militante de ese partido, que quizá resulte el ente más “sensiblero” a la prédica del 79 en tanto, quién la impulsó fue Haya de la Torre. Es por tal razón que muchos de ellos, según lo han referido, han sentido, que por fin un gobierno que ni siquiera es el suyo (puesto que Alan nunca lo hizo) ha reconocido, la “vigencia histórica” no solo de la Carta del 79, sino de pasada el legado de Víctor Raúl que había sido olvidado por García, quién lo había canjeado por Riva Agüero. Con este discurso, quedaría parcialmente neutralizada el ala más militante y movilizable del APRA que resulta ser el que tiene mayor vigencia política. Un cuarto objetivo, es calmar a la izquierda militante dentro de Gana Perú, puesto que, si bien no obtuvieron la cuota de poder ministerial que habían reclamado, al menos Ollanta con esta declaración les ha “trasmitido la idea” que desde la perspectiva ideológica, se hace viable y posible el reconocimiento de la carta del 79. En buen cristiano, con esto se logra por un lado, que el eje “armado” por Diez Canseco en el congreso se neutralice y por otro, que se le reconozca el poder moral sobre el poder real a esta izquierda militante. Lo anterior, no significa que este sector no tenga siempre abierta la esperanza que este primer gabinete (de tecnócratas sin ideología) se reduzca solo a ser el fusible que estallará ante la primera crisis política y que muy pronto darán paso a un equipo de “zurdos comprometidos”. Un quinto objetivo, es haber definido, con antelación la justificación a un posible e indescifrable gobierno que no logrará cambios sustanciales, y que, bajo el empirismo del piloto automático, solo consiga lo que hasta hoy – y bajo este esquema– había logrado García. Vale decir, nada más que administrar los contextos, sin ofrecer un ápice de gravitación que resuelva el problema de la inclusión y que, en las aritméticas finales, se añada que no se puede lograr más, porque la clase política congresal se opone al tema de los cambios estructurales a favor de la masa más necesitada y/o porque la Constitución vigente lo limita. Un sexto objetivo, es lanzar una soterrada medición a la ciudadanía. Lanzar una idea y observar como la población la procesa. Esto sirve, si tras el mensaje se oculta un plan mayor: La nueva constitución. Es claro, que está posibilidad no está descartada, tanto así que muchos actores políticos – desde varias bandas– se han pasado el fin de semana, reiterando la posibilidad de las reformas constitucionales. Vale decir, ya nadie discute esa posibilidad, ahora, luego del mensaje, solo se empezará a debatir los puntos de esa modificación. Con lo que quedaría establecido que el eje del debate, saltó con garrocha de la invocación de principios y valores, a la posibilidad de la reforma, y de ahí solo queda un paso para aterrizar en la propuesta de una nueva constitución que se podría hacer a través una Asamblea Constituyente. ¿Hacia allá vamos?.Un sétimo objetivo, sería perfilar de facto nuevos aliados y adversarios. Dentro de esos aliados, segmentar a los que están dispuestos a todo por el proyecto de Gana Perú a cambio de nada; y, a los que son capaces de transigir, por lograr espacios u cuotas de poder. Dentro de los adversarios, es posible identificar cuáles son los que en realidad tienen una fuerza gravitante, para “negociar” o “aplastarlos”. En este contexto, no sería raro que en el curso de los días que vienen se articulen colectivos que confronten directamente contra la inefable Martha Chávez, no estando incluso, lejana la posibilidad de reeditar la campaña “pon la basura en su lugar” ejecutada a la caída del régimen de Fujimori y por la que “se atacó” con bolsas de basura la casa de “insignes personajes” del régimen de facto. Un octavo objetivo, es el uso jurídico que se puede hacer de la declaración del Presidente, y que justo empezó a ser desarrollado por la defensa legal de Antauro, que hoy, invocó que sus “actos delincuenciales” se han inspirado en la Carta del 79, la misma que le sirvió de inspiración a su insurgencia. Esto de ningún modo, significa que la declaración de Ollanta sea una fuente de derecho y menos aún, que a partir de esta premisa, se abra la posibilidad de un Habeas Corpus a su favor, sino que solo implica establecer los límites estrictos al ala más extremista de reservistas que aún cree en Antauro y que en cualquier momento, pueden aguarle la fiesta a Ollanta Humala. En suma, el Presidente debe haber pensado, que con esto los calma en conjunto a Antauro, a su padre y a los reservistas. Los pronósticos en este escenario son impredecibles, pero ahí están puestos los linderos brumosos. Finalmente, la invocación a la Carta del 79, ha mellado la posibilidad de análisis de lo sustancial del discurso. Así, nadie se ha preocupado por saber los compromisos en la que recaló el mensaje de Ollanta. En estricto, no se ha exigido la claridad de los índices, indicadores y variables que se piensan lograr en el mediano plazo. Desde mi perspectiva, el rollo de Ollanta fue insuficiente técnicamente para sostener su mensaje político, puesto que el eje del discurso solo fue de “alta carga política” - trabajado en estricta reserva- sin que medie ningún componente que pueda ser ponderado en un esquema de metas. Si se quería que no emerja alguna pregunta y menos se exija alguna explicación, la retórica de la Carta del 79 funcionó a la perfección; salvo, el secretismo (y aún no sostengo, el individualismo) de Ollanta que fue expuesto a todas luces, cuando Espinoza y Chehade, sin entender el formato del juramento, se fueron no a las fuentes de la carta constitucional para jurar, sino, que echaron gasolina a la confrontación con la invocación de la carta derogada. Un equipo sincronizado no comete un error tan visible y menos aún devela que los segundos están fuera de la agenda. En fin, sea como sea, solo esperemos que el objetivo trazado antes del mensaje, no sirva como un distractor sobre temas puntuales, y tampoco, que se intente, desde la arista de la oposición dinamitar el contexto de la gobernabilidad política.


martes, junio 07, 2011

KEIKO FUJIMORI: Más razones de su derrota

Acabo de leer la columna de Nelson Manrique “Balance de Contusos 2” publicada hoy 07 de Junio en la República, que señala como razones de la derrota de Keiko Fujimori, lo siguiente:“(…)Comencemos por los coyunturales. En primer lugar los desastrosos voceros naranja: Martha Chávez amenazando al juez César San Martín por condenar a prisión a Alberto Fujimori, María Luisa Cuculiza prometiendo a los jóvenes convertir al Perú en un cuartel, Jorge Trelles ufanándose de que ellos mataron menos, Luis Delgado Aparicio reprobando el examen de comprensión lectora que le tomó Rosa María Palacios. Keiko Fujimori puso también su grano de arena, con un lapsus muy expresivo en pleno debate con Humala: “la gran mayoría” de quienes trabajan a mi lado son personas intachables.(…)”. Si bien los argumentos son sólidos y no ameritan discusión, no puedo dejar de adicionar otros hechos que me parecen relevantes para el análisis mas global, de un acontecer político que tiene fragmentado al Perú. Desde mi perspectiva, hay eventos saltantes que dinamitaron la opcción fujimorista. Entre ellos tenemos:
La declaración de Rafael Rey, que declaró para sorpresa de todos, que las esterilizaciones forzadas que se hicieron en mujeres desvalidas en el gobierno de Fujimorí "fue sin su voluntad y no contra la voluntad de ellas". Aquí quedo evidenciado la moral hipócrita de Rey y afianzó la frase acuñada por Ollanta, en el debate: “no se lucha contra la pobreza matando pobres”.
La declaración de Fernán Altuve, que dijo, sin estupor, que si ganaba Ollanta Humala, Alan García será el que encabece la oposición, ergo, añado que si ganaba Keiko, se debía entender que este sería su aliado. Aquí, el mensaje asimilado para muchos, era que esta alianza era más posible en temas no contra la corrupción, sino a favor de la impunidad.
La alianza fáctica con el sector más nefasto de la iglesia católica, representado por Cipriani, quién no perdió la ocasión para disparar contra el adversario, usando para ello, la plataforma de la fe y haciéndose el santo y pulcro hombre de Dios, cuándo en el fondo estaba movido por enconos ajenos a la vocación del humanismo cristiano.
La presencia de PPK es el quiebre. En un primer momento un bocado perfecto para ser aliado, pero luego de sus fingidas declaraciones y disforzadas actuaciones demostró que no está a la altura de un estadista. Dicho esto, la presencia de PPK en el mitin de cierre de campaña, espantó a los “PPKausas, pues contra el rollo equilibrado, motivador y ético que articuló y convenció a una buena porción de la población en un primer momento, en esta última parte, con un solo acto demostró a todos los sectores que éste nunca se movió por el Perú, sino por la defensa de sus negocios. Así, en una significativa porción del sector A y B que resulta más sensible al tema de la coherencia y de los gestos, se vio lamentable, desconcertante y ridículo a PPK, disputándole en estilo al “Pecoso Ramírez” las arengas hacia Alberto Fujimori, padre de Keiko sobre las obras que había hecho, como si esto ,fuese suficiente para resetear de la memoria de los peruanos, la dignidad. Asimismo, en el sector D y E ver al gringo mentiroso (pues nunca resolvió el tema de su nacionalidad) a lado de la candidata que era la opción del asistencialismo más pragmático, los hizo recapacitar y los empujo a votar por Ollanta, puesto que esa dupla, era sin duda, la imagen de la consolidación del conservadurismo mas extremo y la defensa cerrada del capital sobre el trabajo.
La presencia de Castañeda, un tecnócrata reconocido en Lima, pero que en esta circunstancia que se debatía la controversia entre “la dignidad y billetera” como lo dijo Gustavo Gutierrez, verlo en la tribuna de Keiko, fue percibido por el sector B y C que el Ex Alcalde no estaba ahí, para defender un modelo, proyecto u ideal político, sino, para asegurar su impunidad en temas de corrupción con las que está salpicada su gestión. ¿Alguien puede dudar que un gobierno de Keiko hubiese sido imparcial con Castañeda en el caso Comunicore?
No estuvo bien, tener de piquichón a Máximo San Román, pues una declaración rabona y ayayera como la de él demostró a un sector emergente que la dignidad para ese hombre era una variable inservible. De un solo tajo, pasó de cortar el salame a zalamero.
Tampoco se vio bien la alzada al coche del Pastor Lay, que con la rigidez de su discurso demagógico, dio muestras de incoherencia y sometimiento de la segmentada iglesia evangélica al poder fáctico del Opus Dei; quién a través de Rey estaba soplándole la oreja a Keiko Fujimori e indicándolo lo que debía hacer, pues, es evidente, que incluso para el menos ilustrado de los creyentes evangélicos, Cipriani y Rey, son capaces de lanzarlos al fuego eterno del infierno. Así que en ese lecho, ya estaban completos los amantes. No había espacio para otras confesiones.
La presencia absurda de los tabloides, encabezados por Aldo Mariategui, Fritz Du Bois y “El Comercio”, que sacaron sus afilados dientes para demoler a los humalistas, rompiendo las reglas básicas de la congruencia y la verificación de la información, sino que además, confundieron intencionalmente, lo real maravilloso con lo maravilloso de lo real, y creyeron ilusamente que Benjamín Compson podía derrotar en juicios y argumentos a Mafalda.
Una variable insustituible fue la propia Keiko Fujimori, que se ahogo paulatinamente en su propio discurso. Ella a pesar de su bien ensayada solvencia verbal, fue percibida por la población como un híbrido que develaba una personalidad fría, monocorde, pragmática y amoral, pues, no solo era capaz de fingir sus afectos, utilizar a su marido, mostrar a sus hijas, manipular a su madre, y castigar sin juicio a sus esclavos más cercanos - al no establecer relaciones horizontales, es capaz de sacrificar a cualquier peón con el fin de lograr su objetivo - sino, porque su proceder develó la fibra que su mensaje no era más que un formato armado a lo largo de la campaña política para ser consumido por la población menos pensante. Así, a ella no le importó confundirse o no distinguir: que el desarrollo no es sinónimo de atropello; que la democracia no tiene nada que ver con el clientelaje; que la cultura, está al margen del especial del humor; que la inclusión no puede ir contra la destrucción de la identidad; que la demanda contra la exclusión, no puede ser entendida como la monserga del resentido conspirador; que la nación, no se agota en los linderos de la chacra de pampa bonita; que la cohesión social, no tiene que ver con el asistencialismo; que el acceso al mercado no siempre empalma, con la inocuidad de una externalidad negativa; que el capital no puede ser visto como una posibilidad de comisión; y que la inversión debe estar muy alejada de la usura. Esta confusión audaz y despropocionada fue develada por el sector más instruido del país, que en un contexto como este, se vio obligado a articular a los intelectuales más relevantes contra su proyecto político.
El suicidio mediático de cada uno de estos personajes, fue visto por la TV, que esta vez, en su afán de paralizar la arremetida de los sectores emergentes, se vio obligado, bajo el aura de la libertad de empresa- sobre el de información- a divulgar en vivo y directo a todos los voceros del fujimorismo y entre ellos, claro  está, cada una de sus torpezas expuestas, que le sirvieron finalmente a Ollanta Humala para jalar a más de medio millón de votos a su vereda y hacerse de la victoria final.
Finalmente, una vez más los hechos demuestran que no siempre en una campaña electoral gana el que plantea mejor su estrategia política, sino, por el contrario, el que también sabe nutrirse de los errores del adversario. Cabe añadir, que esperar los errores ajenos, no es parte de una estrategia, sino solo una cuestión táctica, puesto que esta variable escapa a la esfera de una decisión propia. En este caso, como se ve Keiko hizo una campaña esplendida – casi logra ganar- pero en la circunstancia de la polarización y el discernimiento final, siempre pesará el yerro más que el logro.

miércoles, diciembre 29, 2010

Gabriel Garcia Marquez: La odisea literaria de un manuscrito




Mercedes contó los billetes y las monedas sueltas que llevaba en la cartera, y me enfrentó a la realidad:

 -Sólo tenemos cincuenta y tres.

Tan acostumbrados estábamos a esos tropiezos cotidianos después de más de un año de penurias, que no pensamos demasiado la solución. Abrimos el paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos a Buenos Aires sólo la mitad, sin preguntarnos siquiera cómo íbamos a conseguir la plata para mandar el resto. Eran las seis de la tarde del viernes y hasta el lunes no volvían a abrir el correo, así que teníamos todo el fin de semana para pensar.

Ya quedaban pocos amigos para exprimir y nuestras propiedades mejores dormían el sueño de los justos en el Monte de Piedad.Teníamos, por supuesto, la máquina portátil con la que había escrito la novela en más de un año de seis horas diarias, pero no podíamos empeñarla porque nos haría falta para comer. Después de un repaso profundo de la casa encontramos otras dos cosas apenas empeñables: el calentador de mi estudio, que ya debía valer muy poco, y una batidora que Soledad Mendoza nos había regalado en Caracas cuando nos casamos. Teníamos también los anillos matrimoniales, que sólo usamos para la boda y que nunca nos habíamos atrevido a empeñar porque se creía de mal agüero. Esta vez, Mercedes decidió llevarlos de todos modos como reserva de emergencia.

El lunes a primera hora fuimos al Monte de Piedad más cercano, donde ya éramos clientes conocidos, y nos prestaron -sin los anillos- un poco más de lo que nos faltaba. Sólo cuando empacábamos en el correo el resto de la novela caímos en la cuenta de que la habíamos mandado al revés: las páginas finales antes que las del principio. Pero a Mercedes no le hizo gracia, porque siempre ha desconfiado del destino.

-Lo único que falta ahora -dijo- es que la novela sea mala.

La frase fue la culminación perfecta de los dieciocho meses que llevábamos batallando juntos para terminar el libro en que fundaba todas mis esperanzas. Hasta entonces había publicado cuatro en siete años, por los cuales había percibido muy poco más que nada. Salvo por La mala hora, que obtuvo el premio de tres mil dólares en el concurso de la Esso Colombiana, y me alcanzaron para el nacimiento de Gonzalo, nuestro segundo hijo, y para comprar nuestro primer automóvil.

Vivíamos en una casa de clase media en las lomas de San Ángel Inn, propiedad del oficial mayor de la alcaldía, licenciado Luis Coudurier, que entre otras virtudes tenía la de ocuparse en persona del alquiler de la casa. Rodrigo, de seis años, y Gonzalo, de tres, tuvieron en ella un buen jardín para jugar mientras no fueron a la escuela. Yo había sido coordinador general de las revistas Sucesos y La familia, donde cumplí por un buen sueldo el compromiso de no escribir ni una letra en dos años. Carlos Fuentes y yo habíamos adaptado para el cine El Gallo de Oro, una historia original de Juan Rulfo que filmó Roberto Gavaldón. También con Carlos Fuentes había trabajado en la versión final de Pedro Páramo, para el director Carlos Velo. Había escrito el guión de Tiempo de morir, el primer largo metraje de Arturo Ripstein, y el de Presagio, con Luis Alcoriza. En las pocas horas que me sobraban hacía una buena variedad de tareas ocasionales -textos de publicidad, comerciales de televisión, alguna letra de canciones- que me daban suficiente para vivir sin prisas pero no para seguir escribiendo cuentos y novelas.

Sin embargo, desde hacía tiempo me atormentaba la idea de una novela desmesurada, no sólo distinta de cuanto había escrito hasta entonces, sino de cuanto había leído. Era una especie de terror sin origen. De pronto, a principios de 1965, iba con Mercedes y mis dos hijos para un fin de semana en Acapulco, cuando me sentí fulminado por un cataclismo del alma tan intenso y arrasador que apenas si logré eludir una vaca que se atravesó en la carretera. Rodrigo dio un grito de felicidad:

-Yo también cuando sea grande voy a matar vacas en la carretera.

No tuve un minuto de sosiego en la playa. El martes, cuando regresamos a México, me senté a la máquina para escribir una frase inicial que no podía soportar dentro de mí: 'Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo'. Desde entonces no me interrumpí un solo día, en una especie de sueño demoledor, hasta la línea final en que a Macondo se lo llevó el carajo.

En los primeros meses conservé mis mejores ingresos, pero cada vez me faltaba más tiempo para escribir tanto como quería. Llegué a trabajar de noche hasta muy tarde para cumplir con mis compromisos pendientes, hasta que la vida se me volvió imposible. Poco a poco fui abandonando todo hasta que la realidad insobornable me obligó a escoger sin rodeos entre escribir o morir.

No lo dudé, porque Mercedes -más que nunca- se hizo cargo de todo cuando acabamos de fatigar a los amigos. Logró créditos sin esperanzas con la tendera del barrio y el carnicero de la esquina. Desde las primeras angustias habíamos resistido a la tentación de los préstamos con interés, hasta que nos amarramos el corazón y emprendimos nuestra primera incursión al Monte de Piedad. Después de los alivios efímeros con ciertas cosas menudas, hubo que apelar a las joyas que Mercedes había recibido de sus familiares a través de los años. El experto de la sección las examinó con un rigor de cirujano, pesó y revisó con su ojo mágico los diamantes de los aretes, las esmeraldas de un collar, los rubíes de las sortijas, y al final nos los devolvió con una larga verónica de novillero:

-¡Esto es puro vidrio!

Nunca tuvimos humor ni tiempo para averiguar cuándo fue que las piedras preciosas originales fueron sustituidas por culos de botellas, porque el toro negro de la miseria nos embestía por todos lados. Parecerá mentira, pero uno de mis problemas más apremiantes era el papel para la máquina de escribir. Tenía la mala educación de creer que los errores de mecanografía, de lenguaje o de gramática eran en realidad errores de creación, y cada vez que los detectaba rompía la hoja y la tiraba al canasto de la basura para empezar de nuevo. Mercedes se gastaba medio presupuesto doméstico en pirámides de resmas de papel que no duraban la semana. Ésta era quizás una de mis razones para no usar papel carbón.

Problemas simples como ése llegaron a ser tan apremiantes que no tuvimos ánimos para eludir la solución final: empeñar el automóvil recién comprado, sin sospechar que el remedio sería más grave que la enfermedad, porque aliviamos las deudas atrasadas, pero a la hora de pagar los intereses mensuales nos quedamos colgados del abismo. Por fortuna, nuestro amigo Carlos Medina, de vieja y buena data, se empeñó en pagarlos por nosotros, y no sólo los de un mes, sino de varios más, hasta que logramos rescatar el automóvil. Hace sólo unos años supimos que también él había tenido que empeñar uno de los suyos para pagar los intereses del nuestro.

Los mejores amigos se turnaban en grupos para visitarnos cada noche. Aparecían como por azar, y con pretextos de revistas y libros nos llevaban canastas de mercado que parecían casuales. Carmen y Álvaro Mutis, los más asiduos, me daban cuerda para que les contara el capítulo en curso de la novela. Yo me las arreglaba para inventarles versiones de emergencia, por mi superstición de que contar lo que estaba escribiendo espantaba a los duendes.

Carlos Fuentes, a pesar de su terror de volar en aquellos años, iba y venía por medio mundo. Sus regresos eran una fiesta perpetua para conversar de nuestros libros en curso como si fueran uno solo. María Luisa Elío, con sus vértigos clarividentes, y Jomi García Ascot, su esposo, paralizado por su estupor poético, escuchaban mis relatos improvisados como señales cifradas de la Divina Providencia. Así que nunca tuve dudas, desde sus primeras visitas, para dedicarles el libro. Además, muy pronto me di cuenta de que las reacciones y el entusiasmo de todos me iluminaban los desfiladeros de mi novela real.

Mercedes no volvió a hablarme de sus martingalas de créditos hasta marzo de 1966 -un año después de empezado el libro-, cuando debíamos tres meses de alquiler. Estaba hablando por teléfono con el dueño de la casa, como lo hacía con frecuencia para alentarlo en sus esperas, y de pronto tapó la bocina con la mano para preguntarme cuándo esperaba terminar el libro.

Por el ritmo que había adquirido en un año de práctica calculé que me faltaban seis meses. Mercedes hizo entonces sus cuentas astrales, y le dijo a su paciente casero sin el mínimo temblor de la voz:

-Podemos pagarle todo junto dentro de seis meses.

-Perdone, señora -le dijo el propietario asombrado-. ¿Se da cuenta de que entonces será una suma enorme?

-Me doy cuenta -dijo Mercedes, impasible-, pero entonces lo tendremos todo resuelto. Esté tranquilo.

Al buen licenciado, uno de los hombres más elegantes y pacientes que habíamos conocido, tampoco le tembló la voz para contestar: 'Muy bien, señora, con su palabra me basta'. Y sacó sus cuentas mortales:

-La espero el siete de septiembre.

Se equivocó: no fue el siete, sino el cuatro, con el primer cheque inesperado que recibimos por los derechos de la primera edición.

Los meses restantes los vivimos en pleno delirio. El grupo de mis amigos más cercanos, que conocían bien la situación, nos visitaban con más frecuencia que antes, siempre cargados de milagros para seguir viviendo. Luis Alcoriza y su esposa austriaca, Janet Riesenfeld Dunning, no eran visitadores frecuentes, pero armaban en su casa pachangas históricas, con sus amigos sabios y las muchachas más bellas del cine. Muchas veces eran pretextos simples para vernos. Él era el único español que podía hacer fuera de España una paella igual a las de Valencia, y ella era capaz de mantenernos en vilo con sus artes de bailarina clásica. Los García Riera, locos del cine, nos arrastraban a su casa en la noche de los domingos y nos infundían la demencia feliz para afrontar la semana siguiente.

La novela estaba entonces tan avanzada que me daba el lujo de seguir enriqueciendo el argumento falso que improvisaba en las visitas de los amigos. Muchas veces escuché recitados por otros a los que nunca se los había contado, y me sorprendía de la velocidad con que crecían y se ramificaban de boca en boca.

A fines de agosto, de un día para otro, se me apareció a la vuelta de una esquina el final de la novela. No usaba papel carbón y no existían las fotocopiadoras de la esquina, de modo que era un solo original de unas dos mil cuartillas. Fue un manjar de dioses para Esperanza Araiza, la inolvidable Pera, una de las buenas mecanógrafas de Manuel Barbachano Ponce en su castillo de Drácula para poetas y cineastas en la colonia Cuauhtémoc. En sus horas libres de varios años, Pera había pasado en limpio grandes obras de escritores mexicanos. Entre ellas, La región más transparente, de Carlos Fuentes; Pedro Páramo, de Juan Rulfo, y varios guiones originales de las películas de don Luis Buñuel. Cuando le propuse que me sacara en limpio la versión final de la novela, era un borrador acribillado de remiendos, primero en tinta negra y después en tinta roja para evitar confusiones. Pero eso no era nada para una mujer acostumbrada a todo en una jaula de locos. No sólo aceptó el borrador por la curiosidad de leerlo, sino también que le pagara enseguida lo que pudiera y el resto cuando me pagaran los primeros derechos de autor.

Pera copiaba un capítulo semanal mientras yo corregía el siguiente con toda clase de enmiendas, con tintas de distintos colores para evitar confusiones, y no por el propósito simple de hacerla más corta, sino de llevarla a su mayor grado de densidad. Hasta el punto de que quedó reducida casi a la mitad del original.

Años después, Pera me confesó que, cuando llevaba a su casa la única copia del tercer capítulo corregido por mí, resbaló al bajarse del autobús con un aguacero diluvial y las cuartillas quedaron flotando en el cenagal de la calle. Las recogió empapadas y casi ilegibles, con la ayuda de otros pasajeros, y las secó en su casa con una plancha de ropa.

Mi mayor emoción de esos días fue un sábado en que no tuve listas las correcciones del siguiente capítulo, y llamé a Pera para decirle que se lo llevaba el lunes. Al cabo de un largo titubeo se atrevió a preguntarme si Aureliano Buendía se acostaría al fin con Remedios Moscote. Cuando le contesté que sí, soltó un suspiro de alivio.

-Bendito sea Dios -exclamó-; si no me lo hubiera dicho, no habría podido dormir hasta el lunes.

Nunca he sabido cómo fue que en esos días recibí una carta intempestiva de Paco Porrúa, -de quien nunca había oído hablar- en la que me solicitaba para la Editorial Sudamericana los derechos de mis libros, que conocía muy bien en sus primeras ediciones. Se me partió el corazón, porque todos estaban en distintas editoriales con contratos a largo plazo, y no sería fácil liberarlos. El único consuelo que se me ocurrió fue contestarle a Paco que estaba a punto de terminar una novela muy larga y sin compromisos, de la que en pocos días podía enviarle la primera copia terminada.

Paco Porrúa lo aceptó por telegrama, y a vuelta de correo me mandó un cheque de quinientos dólares como anticipo. Justo para los nueve meses de alquiler que nos habíamos comprometido a pagar por esos días y no encontrábamos cómo, por un mal cálculo mío para terminar la novela.

De todos modos, la limpia transcripción de Pera con tres copias en papel carbón estuvo lista en dos o tres semanas más. Álvaro Mutis fue el primer lector de la copia definitiva, aun antes de mandarla a la imprenta. Desapareció dos días, y al tercero me llamó con una de sus furias cordiales, al descubrir que mi novela no era en realidad la que yo contaba para entretener a los amigos y que él repetía encantado a los suyos.

-¡Usted me ha hecho quedar como un trapo, carajo! -me gritó-. Este libro no tiene nada que ver con el que nos contaba.

Luego, muerto de risa, me dijo:

-Menos mal que éste es mucho mejor.

No recuerdo si entonces tenía el título de la novela, ni dónde ni cuándo ni cómo se me ocurrió. Con ninguno de los amigos de entonces ni en ningún libro de tantos he podido precisarlo. Ni aun en el de mi hermano Eligio Gabriel, el más autorizado e intenso de cuantos se han publicado sobre el tema. Por fortuna, no ha de faltar algún historiador imaginativo que se encargue de inventarlo.

La copia que leyó Álvaro Mutis fue la que mandamos en dos partes por correo, y otra fue el respaldo que él mismo llevó poco después en uno de sus viajes a Buenos Aires. La tercera circuló en México entre los amigos que nos acompañaron en las duras. La cuarta fue la que mandé a Barranquilla para que la leyeran tres protagonistas entrañables de la novela: Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas y Álvaro Cepeda, cuya hija Patricia la guarda todavía como un tesoro.

Cuando recibimos el primer ejemplar del libro impreso, en junio de 1967, Mercedes y yo rompimos el original acribillado que Pera utilizó para las copias. No se nos ocurrió pensar ni mucho menos que podía ser el más apreciable de todos, con el capítulo tercero apenas legible por la lluvia y por los hierros de aplanchar. Mi decisión no fue nada inocente ni modesta, sino que rompimos la copia para que nadie pudiera descubrir los trucos de mi carpintería secreta. Sin embargo, en alguna parte del mundo puede haber otras copias, y en especial las dos enviadas a la Editorial Sudamericana para la primera edición. Siempre pensé que Paco Porrúa -con todo su derecho- las había guardado como reliquia. Pero él lo ha negado, y su palabra es de oro.

Cuando la editorial me mandó la primera copia de las pruebas de imprenta, las llevé ya corregidas a una fiesta en casa de los Alcoriza, sobre todo para la curiosidad insaciable del invitado de honor, don Luis Buñuel, que tejió toda clase de especulaciones magistrales sobre el arte de corregir, no para mejorar, sino para esconder. Vi a Alcoriza tan fascinado por la conversación, que tomé la buena determinación de dedicarle las pruebas: Para Luis y Janet, una dedicatoria repetida pero que es la única verdadera: 'del amigo que más los quiere en este mundo'. Junto a la firma escribí la fecha: l967. La mención sobre la firma repetida y las comillas en la frase final se debían a una dedicatoria anterior que había firmado en un libro para los Alcoriza. Veintiocho años después, cuando Cien Años de Soledad había hecho su carrera, alguien recordó aquel episodio en la misma casa, y opinó que las pruebas con la dedicatoria valían una fortuna. Janet las sacó de su baúl y las exhibió en la sala, hasta que le hicieron la broma de que con eso podían salir de pobres. Alcoriza hizo entonces una escena muy suya, dándose golpes con ambos puños en el pecho, y gritando con su vozarrón bien impostado y su determinación carpetovetónica:

-¡Pues yo prefiero morirme antes que vender esta joya dedicada por un amigo!

Entre la justa ovación de todos, volví a sacar el mismo bolígrafo de la primera vez, que todavía conservaba, y escribí debajo de la dedicatoria de dieciocho años antes: Confirmado, 1985. Y volví a firmar como la primera vez: Gabo. Ése es el documento de 180 folios, con 1.026 correcciones de mi puño y letra, que será puesto en pública subasta el 21 de septiembre de este año en la Feria del Libro de Barcelona, sin participación ni beneficio alguno de mi parte.

Que no haya dudas de que es una operación legítima. Lo que ha desconcertado a algunos es por qué las galeradas originales estaban en mi poder, si debía haberlas devuelto a Buenos Aires para que introdujeran las correcciones finales en la primera edición. La verdad es que nunca las devolví corregidas de mi puño y letra, sino que mandé por correo la lista de las correcciones copiadas a máquina línea por línea, por temor de que el mamotreto se perdiera en la vuelta.

Luis Alcoriza murió en su ley en 1992, a los setenta y un años, en su retiro de Cuernavaca. Janet siguió allí, y murió seis años después, reducida a un pequeño núcleo de sus amigos fieles. Entre ellos, el más fiel de todos, Héctor Delgado, que los había adoptado como padres y se ocupó de ellos en las vacas flacas de la vejez, más y mejor que si hubieran sido los verdaderos. Antes de morir, ellos lo nombraron su heredero legítimo por disposición testamentaria. Lo único que me parece injusto de esta historia a la vez inverosímil y memorable es que Luis y Janet vivieran sus últimos años con cientos de miles de dólares guardados a salvo del tiempo y las polillas en el fondo del baúl, por la invencible dignidad ibérica de no vender el regalo del amigo que más los quiso en este mundo.


Publicado en el Diario el PAIS de España el 15 de Jujlio del 2001